domingo, 12 de junio de 2011

Viaje al centro de la felicidad

Viaje al centro de la felicidad
La lectura como eudaimonía

María García Esperón

Los niños lectores encuentran en el libro el espejo de su condición sagrada.

Estamos aquí para hablar de libros y de jóvenes en primer lugar del sentimiento más poderoso que la lectura convoca, el que emana desde la primera página hasta la última, el que queda flotando en el aire cuando se cierran las tapas de estas extensiones de la memoria y de la imaginación, que como dijo Borges, son esencialmente los libros.
Para el sabio Aristóteles, toda vida es una eudaimonía: una tendencia hacia la felicidad. En este sentido, todo volver las páginas y repasar con el dedo los renglones, evocar alguna palabra, un verso o una historia leída es una voluntad de felicidad. Leer, así, sería una ética que persigue la felicidad como su fin último, pero una ética y una persecución que va encontrando su fin en su mismo hacerse, en su mismo leer y leerse.
Quien practica un arte o un deporte ha sentido ese estado especial que parece crear una burbuja protectora a su alrededor: al bailar el estrés se suspende, al pintar los colores del mundo cambian de velocidad y de tesitura y se hacen amables, al entonar la piel y los músculos en el juego en equipo y acelerar la sangre y el entusiasmo queda un remanente de buen humor y de apetencia de más juego, de más oxígeno, de más colores. Los artistas y los jugadores repiensan el mundo y lo re-sienten, lo resignifican y lo dignifican.

Quienes leen mucho han soñado mucho. Y quienes mucho han soñado y leído también han amado incansables, han amado por toda la eternidad y gracias a que han leído ese amor que se vive en todas las letras del mundo se conservan eternamente jóvenes.

Así el lector distendido en su libro, a pegaso de letras y alado de párrafos vuela en pos de espacios felices que son el vuelo mismo. Un libro y un filme –La historia interminable- han tipificado admirablemente esos momentos mágicos en que nos urdimos de letras al introducirnos valerosos y confiados, guerreros y amantes en lo que dicen los libros, en lo que nos dicen los libros.
Porque al leer dejamos de ser nosotros mismos para convertirnos en nosotros mismos pero plurales, polidimensionales, potencialmente infinitos. Cuando la infancia descubre la lectura en este sentido no apetece juego más alado, magia más absoluta. Los niños lectores encuentran en el libro el espejo de su condición sagrada. Porque la infancia es ese estadio de la edad humana en que la realidad se percibe en su misterio completo, en sus colores prístinos, en su sol absoluto, en sus cuevas llenas de tesoros y en el amor inmortal y dulce y misterioso y puro.
Quienes leen mucho han soñado mucho. Y quienes mucho han soñado y leído también han amado incansables, han amado por toda la eternidad y gracias a que han leído ese amor que se vive en todas las letras del mundo se conservan eternamente jóvenes. Porque han labrado su interioridad con el cincel purísimo de la conciencia de quien ha escrito esas letras que filtran su sonido como una caracola por el oído todo ojo del lector, sobre todo cuando éste es un niño, cuando ésta es una niña.

Porque nos reconocemos felices cuando leemos. Felices y satisfechos. Porque en nuestro leer tenemos la llave para hacernos felices, para alcanzar el ser pleno.

El arduo Gilgamesh de la voz cuneiforme pidió a Utnapishtim le revelara el secreto de la inmortalidad. Con gusto lo haré, dijo el Noé babilónico, te lo diré en el curso de mis historias, que has de escuchar sin dormir, aunque te parezcan largas o con vocablos y expresiones sin aparente pertinencia. Entreverados en mis sentencias, mis descripciones, mis memorias encontrarás la inmortalidad, la juventud, el amor, la eternidad. ¡Pero no te duermas, Gilgamesh! Y Gilgamesh cansado por el viaje emprendido y por sus muchas aventuras, se duerme y no se entera. Del mismo modo el dormido Odiseo no se enteró que estaban a su alcance los perfiles de su Ítaca cuando sus compañeros abrieron la bolsa de los vientos que los llevaron otra vez al exilio y a la incertidumbre que obtienen quienes no están despiertos del espíritu, quienes no escuchan con la mente, quienes no leen con la piel y el amor y la esperanza y los ojos bien abiertos.

Porque no basta leer por prescripción y convertirte en estadística o en índice de lectura. Hay que leer despierto, hay que despertarse en los textos. Hay que despertar al texto. Besarlo con el amor del alma, beberlo con toda la sed de los desiertos, romper los cardos y las ortigas de los cien años de olvido, atravesar con la espada del entusiasmo al dragón de la indiferencia, a la hidra de la ignorancia conforme, al leviatán de la moda que uniforma y tipifica y anestesia la conciencia anhelante.

Porque nos reconocemos felices cuando leemos. Felices y satisfechos. Porque en nuestro leer tenemos la llave para hacernos felices, para alcanzar el ser pleno, otra vez: eudaimonía eufónica y sinfónica, donde escuchamos resonar nuestras potencias intelectuales y afectivas como si de un concierto se tratara, donde escuchamos con los ojos las voces de nuestro pasado y percibimos el murmullo esperanzado de nuestro futuro. Leer es la experiencia completa, la máquina del tiempo, la alfombra mágica, el viaje efectivo y poderoso al centro presente y perfecto de nuestra propia felicidad.

*Conferencia pronunciada en el Infonavit. México, D.F. Febrero 2011
 

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