Por María García Esperón
El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre…
Los pueblos del libro no necesitan la propiedad privada de la tierra. Se han hecho la patria de palabras. Amparados en ella viajan hacia la tierra que nadie prometió pero que es huerto bien plantado en el libro de su fundación.
En él, las palabras son recientes para un mundo innominado, mundo hallado por exiliados de espacio y de tiempo que, para no tener que emprender el camino de regreso, escuchan un sonido en un sueño y hacen un nombre de ese sonido y de ese nombre un pueblo: Macondo.
En la poesía de fundación homérica el nombre tiene resonancias sagradas. Los hombres llaman a las cosas de tal modo, pero los dioses conocen su otro nombre. Macondo es el nombre sagrado de América Latina porque nació en el sueño de un sonido, porque fue canción primero y como saben y ejecutan gitanos y chamanes: el canto crea al mundo, que es redondo como una naranja porque es la proyección circular del cantor-creador, ouroboros que muerde su cola de cerdo para alimentar los inicios de miedo y de vitalidad, de materia oscura y apetencia celeste, para que todo vuelva a empezar de nuevo cuando Macondo muerda la cola de su origen.
En el origen las cosas están desnudas de su nombre. Crear es nombrar. Nombrar es señalar con el índice. El índice se llama así porque muestra, demuestra, nombra, enumera… El nombre puede ser el número. Número de palabras que por progresión de Fibonacci se desenvuelve de la frase del inicio colocada en un punto de la circunferencia del texto que, claro está, es la mitad del asunto, in media res de la realidad profunda, frente al pelotón del fusilamiento cuando dicen que pasan los innumerables días en la piel de un efímero segundo infinito...
La fórmula de la creación